EL VUELO DE LA SIRENA

 Crónica de un viaje al origen

Por Gonzalo Márquez Cristo
(Poeta, narrador y periodista colombiano)



El Templo de Dionisos, Atenas

Estando una vez en Roma y otra en París, había cancelado a última hora el viaje por motivos inexplicables. Pero en esta ocasión, al final del verano –y después de realizar en Bogotá el cuidadoso simulacro de la visa Schengen–, ante mi tenaz tentativa de visitar el origen, el gran artista Ángel Loochkartt, me habló de lo inapropiado que sería ir a un país donde ya estábamos, y sin mencionar la depresión económica que abatía a ese territorio deslumbrante desde hacía siglos, me atormentó con las siguientes palabras: “Después de conocer Grecia, quedarás como Odiseo, a la deriva…”
Me preparé entonces para emular a Ulises en su regreso a Ítaca. Sabía que me enfrentaría a un itinerario interior. Atravesé el océano bebiendo continuamente un licor de fuego que me proveía una azafata de Iberia (con vocación de dominatriz) y leyendo poemas incendiarios de Yannis Ritsos, por lo que se podría suponer que el periplo sería venturoso, pero al llegar a Barcelona después de quince extenuantes horas –la noctámbula ciudad donde haría una escala antes de buscar el Egeo–, advertí con desolación que mi equipaje se había extraviado, y este inesperado evento adosaba el inicio de mi tránsito europeo al género de la Novela Negra.
Luego de múltiples llamadas a la aerolínea y de varias gestiones inútiles realizadas en la febril capital catalana, una mañana me fue comunicado por la recepcionista del temerario hotel donde me hospedaba –una española que como tantas había perfeccionado su carácter devastador–, que de la aduana le habían notificado la detención de mi valija por motivos desconocidos, pero lo dijo con acento irónico y en tono muy alto, con el propósito de provocar la suspicacia de los numerosos huéspedes que se encontraban en el lobby. 
Angustiado regresé al aeropuerto imaginando primero que había sido víctima de una trama perversa accionada por los carteles de la droga, pero a causa de mi refinamiento autodestructivo, recordé El pasajero de Antonioni, obra maestra del cine metafísico, donde un reportero protagonizado por Jack Nicholson recorre La Pedrera de Gaudí, rumbo hacia su muerte, después de trocar en forma asombrosa su identidad por la de un traficante de armas. Con gran inquietud llegué entonces a las oficinas de la aerolínea, donde sin preámbulos debí padecer a una funcionaria vestida de rojo que se esforzaba por eternizar el proceso, hasta que advertí que mi única opción en ese momento era honrar en secreto a Kafka y maldecir silenciosamente.
Una hora después y con un manojo de documentos que había firmado sin leer, ingresé al sombrío lugar donde tenían el equipaje retenido, esta vez acompañado de un guardia parsimonioso, que había detectado con su sofisticada cámara de rayos X algunos libros en el interior de mi maleta, material exótico al parecer, que sumado a mi nacionalidad estigmatizada, me había condenado a peregrinar sin esperanza –durante los dos eternos días precedentes– por los bares del barrio Gótico, y a escalar ese incomparable sueño de Gaudí llamado el Parc Güell, con la misma ropa que volé sobre el Atlántico.
Después de una feroz requisa y de exponer mis libros ante la mirada perpleja del vigilante, y de ver cómo minuciosamente revisaba mis pertenencias con unos guantes enormes, distinguí rutilando entre la ropa interior mi irremplazable licorera de acero, que había sido llenada generosamente con un whisky de pura malta por el poeta costarricense Osvaldo Sauma, quien temía que en mi viaje a Grecia fuese hechizado por las sirenas y careciese de recursos para evadir su peligroso canto.
Sin pensarlo le arrebaté al guardia el preciado recipiente y bebí un largo sorbo a manera de agravio y con la intención de demostrarle que no se trataba de un explosivo líquido, y por supuesto, como un tributo secreto a la esperada tierra de Dionisos. 
Solucionado el incidente policiaco recorrí entonces el aeropuerto con notable arrogancia, arrastrando el equipaje mientras reconstruía en mi mente el itinerario proyectado en las lluviosas noches de Bogotá. Recordé al tomar el bus que me llevaría a la Plaza Cataluña, que un sensato amigo, Germán Londoño, me había aconsejado semanas antes, al notar mi inexorable obstinación por buscar la tierra de los arquetipos, que viajara por Aegean (la aerolínea griega), con el múltiple argumento de que la atención no era hostil y además no ofrecían comida para androides, y porque en el momento de abordar, cuando uno se pregunta siempre: “qué hago en este pájaro de aluminio”, era definitivamente mejor escuchar kalimera que good morning, tesis sin duda irrebatible; no obstante este magistral artista, no me reveló en ninguna de nuestras prolongadas conversaciones, la existencia de esas bellas azafatas –peinadas con una trenza idílica como las Tres Gracias–, que con inusual calidez repartían dulces griegos y sonrisas, creándome sin ambages la convicción de que aquel vuelo tendría un destino menos desventurado que el de Ícaro.
Todo sucedió según lo previsto y tres horas después sobrevolaba el mar Egeo, ese gigantesco dios de piel azul, poblado por numerosas islas que semejan tortugas amarillas; y maravillado ante su esplendor me esforcé por no parpadear hasta que el avión se detuviese en el aeropuerto Venizelos, llamado así en homenaje al huracanado político que animó la liberación de Grecia del imperio otomano a comienzos del siglo XX; nombre inoportuno si se piensa que debió ser bautizado como alguna deidad alada o como los desdichados argonautas que en su delirio volaron, según se dice, muy cerca del sol.
Al abandonar la aeronave, ese 23 de agosto, escuché que dos azafatas dijeron al unísono: Yásas, dulcemente. Vi luego un jet de Olimpic Air que me pareció un buen presagio porque aludía a la montaña donde moraban los dioses. Caminé con inquietud hacia el lugar prescrito para la entrega del equipaje y en el muro central leí un enorme letrero que decía: Bienvenido a Hélade. Inmediatamente noté que los signos eran propicios y que ingresaba en un territorio fecundo: esta vez mi maleta fue la primera que apareció en la cinta rechinante lo que me produjo cierta vanidad y al tomarla observé que dos funcionarias del aeropuerto se besaban. Unos hombres se saludaron con palmadas en el rostro. Percibí un fulgor en mis manos, miré hacia el cielo de Grecia, ¿había visto antes la luz?
Al salir del aeropuerto sentí una reconfortante ráfaga de aire salino, y cuando iba a comprar los boletos del X95 que me llevaría al Centro, advertí que sólo sabía contar en griego hasta diez (deka) y por el hecho de desconocer el número once –que era el costo exacto de los tiquetes–, estaba condenado a que el funcionario de la ventanilla husmeara en mi billetera; sin embargo, con una gentileza de otra época y para que no perdiera el autobús que estaba por partir, me obsequió el euro faltante. El vehículo tenía por destino la Plaza “Sintagma”, vocablo que hace soñar a los lingüistas con un archipiélago de palabras dispuestas jerárquicamente, y a los semiólogos y los poetas con esa tierra que asombraría a Miller, Durrell, Hölderlin y, claro a Lord Byron, quien a pesar de su nacionalidad inglesa, mientras luchaba por la liberación de Grecia, murió de malaria en Missolonghi.

Abandonamos el aeropuerto y unos minutos después me sentí en una ciudad latinoamericana, y los edificios y calles de esta urbe de tres millones de habitantes mostraban un deterioro que me era conocido. Construcciones grises y blancas, almacenes sucios, vehículos oxidados, se extendían a lo largo de la autopista. Media hora después de un paisaje monótono el bus ingresó al centro de la ciudad y se detuvo en la mencionada y emblemática Plaza. Arrastrando la maleta por andenes derruidos fui interceptado por un ateniense, quién a pesar de mi agresiva resistencia estaba decidido a ayudarme con la dirección; entonces maniatado por el equipaje exclamé “Calle Apollonos 21” con rudeza, pensando disuadirlo así de toda intención maliciosa, pues se me había advertido: “Nunca aceptes un regalo griego”, frase que aludía a la estratagema del Caballo de Troya urdida por Ulises. Sin embargo, amablemente me indicó la dirección, me ayudó a cambiar de acera la valija, me acompañó hasta la siguiente esquina, y luego al llegar a una calle estrecha, lo escuché decir kalí tíji (buena suerte); le respondí inmediatamente lo mismo sin saber lo que significaban esas palabras. Al despedirme del imprevisto lazarillo vi con regocijo la placa de esa pequeña vía con el nombre del luminoso Dios, y minutos más tarde me encontraría en la deslumbrante terraza de mi hotelito, contemplando la extraordinaria Acrópolis.


Acrópolis de Atenas

Después de un breve descanso comencé a subir por el espiralado camino hasta el sitio “más alto de la ciudad”, padeciendo una temperatura de 32 grados, sin posibilidad de encontrar una botella de agua en esas fascinantes ruinas, donde el comercio no ha impuesto su rigurosa usura. Me sentía profundamente conmovido por la belleza, por esa insuperable relación entre la topografía y la arquitectura. Subiendo por un camino adoquinado hacia la Acrópolis y al superar un recodo, me sorprendió el colosal Teatro de Dionisos, construido hace casi tres milenios (con capacidad para 15 mil personas), increíble escenario, famoso por su acústica; máxima leyenda del teatro en el mundo. Conmovido me senté para recordar fragmentos de Sófocles y de Esquilo que fueron escuchados allí hace 2.500 años, y entonces vi que un actor alemán y otro holandés, que reconocían ese lugar como su epicentro existencial, se prosternaron para besar la tierra y guardaron con codicia piedras en sus bolsillos como fetiches, y más tarde los escuché declamando en sus respectivos idiomas fragmentos de los grandes trágicos. Por mi parte recordé en voz alta la visionaria frase de La Orestíada: “En este país los vivos mueren a manos de los muertos”, y luego evoqué la genial respuesta de Tiresias a Edipo: “Tú eres el asesino que buscas”, y sentí que las lágrimas atravesaban mi rostro.
En la cima, al contemplar la elemental y sublime belleza del Partenón, y viendo el castigo milenario de las Cariátides –condenadas por traidoras a sostener para siempre el pórtico del Erecteión–, y luego apreciando la panorámica de Atenas, donde el blanco dialoga con el verde, donde la luz tiene más nombres que en ningún otro sitio, cité los versos de Ritsos pertenecientes a su poemario Grecidad: “Que no olvidemos la enseñanza de los Griegos, dijo, siempre lo celestial al lado de lo cotidiano”.
La Grecia clásica es un rompecabezas al que le faltan numerosas y prodigiosas piezas que se encuentran en el Louvre, en el Británico, en el museo de Pérgamo de Berlín… Y otras, las más importantes, que están extraviadas dentro de nosotros; sospecho que todos los viajeros sensibles pueden sentir en ese luminoso territorio la magia de su exhumación.
Descendí casi de noche de la Acrópolis; brillaban las estrellas poderosamente lo que es imposible advertir en otras populosas ciudades, y sentí dentro de mí una imperativa tristeza. Al llegar a la calle Dionisio Aeropagita vi un bus colmado de actores ingleses, quienes con la indumentaria del teatro isabelino, se disponían a subir al excelso escenario con el fin de realizar un rito en la cuna de lo trágico.
Cuadras más abajo, mientras avanzaba entre sltimbanquis y merolicos, tomé por la calle Afrodita, y con ese nombre como talismán, caminé por el barrio La Plaka hasta un caluroso restaurante cuyos ventiladores lanzaban agua para refrescarlo, situado por un agudo sentido de la lógica frente al Templo de Hefesto, donde exigí un pulpo a la grillé y una bebida –alcohólica, ya a esta altura sobra decirlo– fría hasta el congelamiento. El mesero puso muy pronto los cubiertos y frente a mí una cerveza de marca Mythos –mi nuevo tótem–, de la cual me volví inmediatamente adicto.
Al día siguiente, mientras caminaba por el pintoresco barrio central, no pude resistirme a entrar al bar Ítaca para reincidir en la “mítica” bebida, pero como allí estaba agotada, lo cual recibí en principio como una afrenta, acepté a regañadientes la sugerencia del mesero, y para mi perplejidad dos minutos después tenía ante mí una burbujeante cerveza “Alfa”.
El itinerario por el origen continuaba. El museo de la Acrópolis con su piso de vidrio –donde se puede apreciar la reconstrucción del Partenón y los asombrosos relieves de Fidias–, es un homenaje a una era de sabiduría. El museo Arqueológico Nacional contiene una de las muestras más deslumbrantes de la escultura y la cerámica gestada en Occidente. Al apreciar sus piezas milenarias, y aunque gran parte de ellas están incompletas, por la sucesión de saqueos y terremotos acaecidos a los largo de la historia, es legítimo preguntarse ¿si acaso no somos tan solo eso, simplemente fragmentos? ¿No es esa la enseñanza del tiempo? E incluso, ¿de la liviana postmodernidad?
Tres días después de varios y fecundos paseos por Atenas que siempre terminaban en la terraza del Central Hotel, donde se aglomeraba la gente para ver el atardecer con vista a la Acropólis, tuve la audacia de pedir el aguardiente tradicional de Grecia (Ouzo) que presumía de sus 45 grados de alcohol, pero para mi desdicha cuando lo bebí sentí ese inconfundible sabor anisado, idéntico al aguardiente colombiano, verdadera aberración etílica. Opté entonces por el refrescante vino del país, vicio que en adelante rivalizaría con mi pasión por las cervezas antes mencionadas. 
Al amanecer del sexto día, tomé el metro hacia la estación de autobuses con destino a Delfos. Sentía regocijo al ver en todas las vitrinas y letreros las palabras procreadas por esa cultura magnífica: ángel, cosmos, enología, pirotecnia, panacea, cardio, antípoda, fobia, anfibio, antropos, hidro, termómetro, andrógino, geo, psiquis… Al bajarme del metro vi en un periódico la palabra “Tirano” para designar al presidente de Estados Unidos –lo que me hizo sonreír al recordar el antiguo uso de ese vocablo que aludía sin connotación peyorativa a todo gobernante–, y cuando me disponía a subir las escaleras vi un letrero que decía “Éxodo”, indicando la salida.

Después de tres horas de viaje, en un bus lleno de gente humilde, que paraba para mi suerte en todos los pueblos dispuestos a lo largo de la carretera –y que se asemejaban a las aldeas andinas–, avancé rodeando una cordillera llena de olivares hasta llegar al mágico oráculo. Si en Atenas hacía calor había llegado a la morada del dios Apolo y la temperatura superaba los 35 grados. Al fondo, con imponencia, se alzaba el monte Parnaso (la morada de las musas), y lo observé intensamente. Avanzando por la Vía Sacra reconocí los pequeños templos llamados “tesoros” donde las ciudades (Tebas, Siracusa, Atenas…) dejaban las ofrendas al Dios Solar por haberles concedido sus victorias. Luego contemplé el Omphalós u ombligo del mundo, donde se encontraron las dos águilas que envió Zeus de sitios opuestos del universo, razón por la cual se creía que allí convergía el inframundo, el mundo y el supramundo; vi la Roca de la Sibila, y como una poderosa mano solar, las seis columnas que aún permanecen erguidas, del sublime templo de Apolo, donde estuvo inscrita en su pronaos la famosa sentencia: “conócete a ti mismo” (γνῶθι σεαυτόν) de Sócrates.


Delfos, El Ombligo del Mundo

Hordas de turistas subían atronadoramente. Al llegar al teatro de Dionisos –tres veces menor que el de Atenas pero de similar belleza–, y cuando me disponía a emprender un ritual en homenaje al dios frenético, fui atacado por algunas avispas que –ahora lo pienso– me reconocieron como un personaje hostil al diurno Apolo, y herido en un brazo subí afanosamente hasta el legendario estadio (sede de los Juegos Píticos), dejando atrás incluso a los más impetuosos visitantes, hasta que me logré deshacer de los esporádicos insectos asesinos que se habían ensañado contra mí. En el Museo de Delfos contemplé la famosa “Auriga” de bronce, los “Gemelos de Argos” y numerosas esculturas mutiladas de las temerarias amazonas, que montan a caballo de medio lado, imagen tan paradójica como sensual.
Días después salí del puerto legendario de El Pireo (del que zarparon los aqueos contra Troya); tenía por destino Mykonos. Al llegar a la maravillosa isla noté el matiz pardo de sus rocas, coronado por el blanco de las construcciones como escarcha, y el color indescriptible de ese mar asombroso: “Si la sangre fuese azul tendría el color de estas aguas”, pensé. Las calles adoquinadas de Chora (su capital) y sus tiernos molinos cansados de girar, sus casas con balcones de madera de tonos celestes, y su Pequeña Venecia, ese distrito que pareciera anclado, o mejor, ese barrio de bares a la deriva golpeado por el oleaje, me recibió para siempre. Allí reiteré mi convicción de que sería un error dejar Grecia; y que hay heridas producto del paisaje que nunca se restañan.
Al llegar a la ciudad de Éfeso en Turquía, recorrí esta esplendorosa villa del pasado que según Heródoto debe su nombre a una reina de las amazonas. Como es sabido allí nació Heráclito. Sólo un gran filósofo oriundo de un territorio tan custodiado por el astro incandescente podría ser llamado “El Oscuro”, sólo alguien poseído por la luz podría escribir “el sol es nuevo cada día”. Bajo un clima canicular recorrí la conservada Casa de las Terrazas –que describe la fastuosa cotidianidad de su propietario quien viviera hace dos milenios–, y la célebre biblioteca de Celso, con su fachada aún erguida como una calavera arquitectónica. Caminé por el gigantesco teatro (el mayor de su tiempo, con capacidad para 24 mil personas), por la Vía de los Curetos (cuyo nombre deriva de los sacerdotes que llevaban la leña para avivar el fuego sagrado), y mientras avanzaba por el Templo de Artemisa (una de las Siete Maravillas de la antigüedad), suntuoso recinto del cual lamentablemente no quedan sino algunas ruinas de columnas, escuché como advertencia el eco del genial Heráclito: “De nada le sirve a los hombres consumar sus deseos”.
Al anochecer, al zarpar de la bahía turca de Kusadasi hacia Creta, tuve la mala idea de preguntarle al barman del buque sobre el nombre de una isla que se veía en la distancia. Él me respondió sin énfasis: “Samos”. Repetí la ensoñada palabra y exclamé: “¡Hombre al agua!” Me parecía increíble que estuviese pasando frente a la cuna de esa brújula interior: el lúcido Epicuro, y claro, también de Pitágoras, el inventor del alma. El barman para aplacar mi dramatismo duplicó mi dosis y entonces recordé la “Carta a Meneceo”, uno de los pocos textos que se conservan del ideólogo del deleite, abrí una ventana para ver mejor esa isla que engendró al hombre que dijo: “Goza del tiempo más agradable y no del más duradero”; apuré un trago y dije en voz queda: “El recto conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros hace amable la mortalidad de la vida, no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque suprime el anhelo de inmortalidad”, lo que sin duda es una soberbia fuente de infortunios. Oh, sabio Epicuro y su lección de existencia.
Había leído que Troya estaba cerca y que probablemente navegábamos en ese momento por las corrientes que trasegó Odiseo en su prolongado retorno de una década a Ítaca. El destino era Heraklion, la capital de Creta. El mar se estremecía, una mujer de cabello ensortijado sonreía luciendo unos hoyuelos en sus mejillas; la acompañé a cubierta donde conocimos a una perturbadora albanesa llamada Helena, que se ofrecía sin reservas al sol y hablaba de la peligrosa hermosura de las colombianas. “Nací en Tirana, lamentablemente no soy la hija de Leda, ni del perverso cisne”, dijo cuando aludimos a su nombre. “Toda belleza inventa su tragedia” susurró y oí el amenazante graznido de una bandada de gaviotas que cruzaba el cenit. Las escasas nubes se movían vertiginosamente.
Después del almuerzo fui a descansar. Allí, y mientras escuchaba el poema de Rafael Alberti “Háblame del mar” en la desolada voz de Pepa Flores, me acerqué a la escotilla y vi a un ave que volaba muy cerca de las olas, a la misma velocidad constante del barco (60 km por hora) lo que me pareció insólito. Absorto contemplé durante cinco minutos su ondulante itinerario, y ella seguía volando frente a la ovalada ventana, tal vez para mí, a pocos centímetros del mar. Entonces recordé que en la mitología la sirena era un híbrido de mujer y pájaro (y no pez como sostiene el imaginario de la contemporaneidad) razón por la cual cantaba, y permanecí concentrado en su acrobacia hasta que desobedeciendo a mi intuición, me retiré por algunos segundos para buscar el poema de León De Greiff: “No ya como Odiseo al leño asido”, musicalizado por Juan Carlos Arboleda; y cuando encontré la canción, regresé ansioso, y al arrodillarme nuevamente frente a la escotilla, para seguir al ave enigmática que había decidido acompañarme, noté que había desaparecido para siempre…

Amanecí en Heraklión, la ciudad natal del Nikos Kazantzakis, el autor de Zorba el Griego y Cristo de nuevo crucificado. Allí, camino a Cnosos, la ciudad más poderosa de la era minoica, hice detener el autobús por cinco minutos para conocer la sencilla tumba del poeta, y así pude retratar conmovido su epitafio: "No espero nada, no temo nada, soy libre".





La tumba de Nikos Kazantzakis, Heraklión (Creta)

Al entrar al gigantesco palacio del rey Minos que contaba con 1.500 habitaciones, al pasar por el altar del Minotauro donde unos enormes cuernos dan la bienvenida, evoqué a Ariadna, fascinante personaje de la mitología, que ayudó a ultimar al monstruo y que fue abandonada en la isla de Naxos por Teseo –su victimario–, donde para su suerte encontró al gran Dionisos quien presidía uno de sus febriles aquelarres y quien la amó a primera vista y para siempre. Este personaje femenino que me es entrañable, luego de una actualización urbana y de su inmersión en nuestro tiempo, protagoniza mi novela Ritual de títeres, aparecida hace veinte años, que fue interpretada por 30 pintores colombianos en 2012.
El Megarón de la Reina con su hermoso mural de delfines, los vívidos frescos del Propileo, el grácil Príncipe de los Lirios, y la inmensidad de un palacio que se terminará de excavar el próximo siglo, es un verdadero laberinto donde se percibe la presencia del Minotauro –producto de la infidelidad de la ardiente Pasifae (esposa del rey Minos) con el soberbio Toro de Creta–, y donde es posible sentir a la espléndida Ariadna (araña) consagrada a su tejido interior.
El buque zarparía a mediodía hacia Santorini y después de una reunión preparatoria para el ingreso a ese lugar único, desconfiando un poco de las vehementes palabras del tripulante quien afirmaba que íbamos a llegar “a la isla y al pueblo y a la bahía más bella del mundo”, me dispuse a esperar con una cerveza Mythos en la mano, el arribo a esa tierra que fue llamada Kalliste (la más hermosa) antes de asumir su nombre otorgado por los mercaderes venecianos en homenaje a Santa Irini.
Al aproximarse a la colosal Caldera el buque hizo sonar su sirena tres veces para exorcizar la ira de Poseidón y de Hefesto según la norma, y yo subí a cubierta donde el vendaval era tan poderoso que temí perder los cabellos, y como varios audaces viajeros que avanzaban hacia la proa me recliné en la poderosa brisa simulando una escena en cámara lenta. En Grecia es cardinal el viento –debido a su tradición marinera– por lo que en el Ágora de Atenas se construyó una torre para rendir culto a sus más poderosas personificaciones: Bóreas, Kaikias, Euro, Apeliotas, Noto, Lips, Céfiro y Skiron; temerarias bestias invisibles.
Luego el barco disminuyó su velocidad y entró a ese enorme lago formado por la erupción del mega volcán Santorini en 1627 a.C., que para algunos fundamenta el mito de la Atlántida. En aquel insuperable cataclismo, la isla redonda terminó convertida en una luna creciente, y según algunos historiadores, la legendaria civilización bautizada así en homenaje a Atlas, fue en aquel instante destruida. Aunque permanece activo, éste voraz gigante ígneo, parece por ahora somnoliento.


Kalliste o Santorini

Debido a que se navega sobre el enorme cráter, y dada su profundidad, es imposible echar anclas, y el barco debe detenerse por motores sobre las aguas exaltadas por uno de los vientos más indómitos del planeta. El mar se agita tempestuoso y en varias partes la temperatura del convulso elemento asediado por la lava se aproxima a los 80 grados. En la cima de un acantilado de 300 metros, se ve una corona blanca que es Fira, la febril capital de la isla.
Si viviéramos en otro planeta y regresáramos a la Tierra como en los relatos de Bradbury, probablemente tendríamos esta misma sensación. El paso de la nave nodriza a los numerosos botes que se aproximaban desde la isla, debía hacerse a través de un puente de brazos improvisado por los marineros, y al final dando un salto cuando el oleaje unía las embarcaciones.
Al arribar, y para mi fortuna, una hermosa guía griega nos acompañaría en el bus al incomparable pueblo de Oia. Las casas blancas hechas como iglús penetrando la piedra pómez (que no es sino la ceniza petrificada de la colosal erupción volcánica), son elementales viviendas ecológicas que en invierno y en verano tienen una temperatura media, y aunque originalmente fueron construidas por humildes pescadores, ahora ante la invasión turística y la entronización de la farándula mundial, ostentan el metro cuadrado más costoso del planeta.
Al ascender a Oia vi sus incomparables viviendas y sus iglesias provistas de un precioso domo que representa la bóveda celeste, levitando en los acantilados. Esta isla es también famosa por su deslumbrante atardecer, y cuando se acerca la puesta del sol, hordas de turistas y lugareños corren a tomar el mejor puesto para ver el espectáculo del poderoso astro devorado por la inmensa boca marina del volcán; al finalizar se escucha un generalizado aplauso sobre el rumor de las olas.
Mientras bebía un intenso vino Nykteri (elaborado en Santorini), uno de los viajeros le preguntó a la guía, que si además del super volcán otro de menor tamaño (el Nea Kameni), también activo, amenazaba a esa isla, ¿cómo era posible que miles de locos visiten todos los días ese lugar, y que estrellas de la música y el cine tengan residencia allí? Entonces la atractiva griega, mirando hacia la Gran Caldera, respondió: “Nosotros tenemos la isla más bella del mundo porque la hicieron con fuego, agua, viento y tierra, y cada elemento en su condición más extrema, y el hecho de que estemos sobre dos volcanes, hace que nuestra existencia sea más fecunda, porque todos los habitantes de Santorini sabemos que la vida no es más larga que una respiración”.
Impelido por el paisaje recorrí las calles serpenteantes. Una pareja de japoneses asediada por los destellos de las cámaras de los turistas se disponía a casarse en una iglesia ortodoxa. Anduve por los meandros de esa villa anclada en los acantilados, revestida de esencias. Cené musaka bañada en vino admirando aquellas insuperables nupcias de la blanca arquitectura con el mar. Luego perseguí mi sombrero por las escalinatas y tomando el autobús descendí a Fira, emprendiendo el retorno. Allí abordé el teleférico rumbo a la bahía y esperé durante una hora un bote incierto entre las sombras... De pronto la noche impuso sus constelaciones. Al ingresar al colosal buque no quise mirar hacia atrás.

Ahora, atribulado, de nuevo en mi camarote y con destino a El Pireo, seguro de que jamás podré nombrar el color azul sin que me tiemble la voz; evocando el excelso Oráculo de Delfos, el perturbador teatro de Dionisos, los derrotados molinos de Mykonos, la calavérica biblioteca de Celso, el misterioso laberinto de Ariadna, el monte Parnaso, y esa maravillosa isla donde caminaba con un volcán debajo de cada zapato; y recordando la enseñanza de los Griegos, que conquistaron la belleza en un combate sublime con la muerte, me arrodillo anhelante frente a la escotilla, y mientras escucho reiteradas veces el poema musicalizado de Alberti como estrategia invocatoria, espero que el brillo de la luna me permita ver, de nuevo, aunque sea por unos segundos, ese misterioso vuelo rasante sobre el mar...

 

A Pilar