Por G. Jaramillo Rojas*
Por fin la luz empieza a asomar. Va llegando
la octava hora del día y todavía oscuro. No hay derecho. Nuestra noche fue
helada y en todo su transcurso mis ojos estuvieron impulsados a la acción de la
calle. En más de dos años jamás vi tanto movimiento en la esquina de Moreno y
Sáenz Peña. Realmente no pasó nada del otro mundo, pero bueno, a mi parecer
hubo allí una decepción, un gran decepción, muy malograda y todo –le puede
parecer al lector-, pero lo que cuenta es el revés que originó y la bofetada
que significó.
Hasta anoche creía fielmente que era necesario habitar las sombras para
que de vez en cuando uno pudiera darse el lujo de no querer pertenecer más a
este mundo. Entonces, cuando llegó la oscuridad, la verdadera oscuridad, me
volví silueta y me dejé ir por sobre los andenes con la prisa y la desconfianza
de la gente hasta llegar al lugar de siempre y encontrar a los compinches de
siempre. Somos nosotros, los mismos idiotas, hablando de las mismas sandeces y
esperando descubrir otro trozo de piel de la chica brasileña del segundo piso del
viejo edificio de la confitería Sur, que entre rojizos penumbrosos y delgadas
cortinas suele desvestirse una o dos veces por semana ante nuestra agitada
vigilancia. Yo no soy un vago. O por lo menos esa es la desheredada imagen que
tengo de mí mismo: soy alguien que básicamente espera. ¿Para qué soy alguien?
Para esperar. No sé, es irrelevante. Pero bueno ¿Qué espero? Realmente lo
ignoro. Lo que sí puedo atestiguar es que mis colegas no tienen remedio. Son
tipos separados del mundo, que se han ganado el privilegio de perderse en sus
fútiles conservaciones y conversaciones: Diego, un rastafari repositor de
minimercado y cuarentón con veintinueve años de experiencia en el mundo
canábico, y León, un profesional del alcoholismo de treinta y dos años y
militante –bebedor- de un movimiento que reivindica a los desaparecidos de la
última dictadura. Y yo, no sé… habría que preguntar por mí.
Casi todas las noches, hora tras hora, seca tras seca y palabra tras
palabra, pasamos el abúlico tiempo noctívago como esperando señales. Somos los
guardianes de esta esquina que en realidad son 4 esquinas y las protegemos de
sus respectivas soledades, precisamente, acompañándolas. Vivimos el vacío de
cada esquina como monarcas sometidos. Y derrocados. Sabemos muy bien que todos
los gatos de noche no son pardos, sino radicalmente negros y que, como
nosotros, escoltan las sombras por simple sino. Allí arriba, desde el último
verano, la brasileña posa entre nuestras sienes, lejos de todas las porquerías
del mundo. Ella es una amante inusual y compartida, cuya posesión carnal es lo
que menos nos interesa. Ella es la única que nos hace comulgar al unísono y por
separado: una divinidad. Creo yo. Diego dice que la cuidamos, León calla, yo no
entiendo nada. Ahí aparece, 02:07 am, despejada, sensorial, consciente de sus
espectadores, suspendida en su deseo, francamente odiosa. Hace su homilía, nos
trae el sacramento, concentra los enigmas, martiriza nuestra fe, redime
nuestras ruinas. En silencio hacemos glosa de este invierno, mientras por esa
ventana nos es revelado el fuego, quemándonos hasta la conclusión. Nosotros
suplicamos, oramos, nos arrodillamos, nos exorcizamos para no dar por perdida
esta nostalgia angelical que nos convoca al maravilloso misterio de su
desnudez. Y pum, pum, pum. Se acabaron los cigarrillos, ¡justo! Y el cartón de
vino recogía las gotas de la primera lluvia del día ¡mala suerte! Por fortuna
viene un vago –un verdadero vago- cruzando Belgrano por Sáenz Peña. Una luz se
mueve entre sus dedos. Buena señal. Los tres ansiosos tenemos repartida la
atención. La chica empieza a bendecir a sus fieles. ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Santa
Mujer! ¡Diosa! ¡Virgen! -¿Qué milan?-
pregunta una voz orientaloide. –Nada-
Repliqué yo con cierto ímpetu. -¿Ché, me
convidás un pucho?- Dice León al extraño. –Ela el último, pelo si quele
una seca tomá- responde mostrando su cigarrillo. Diego mira al tipo con
cierta escama y le dice –No, está bien-.
El intruso mira hacia el tercer piso y dice –E la besheza ¿la conocen?- Pregunta que me atribuí personal y a la
que respondí enseguida con otra pregunta -¿Qué
puede saber usted de belleza?- -milá-
-respondió el tipo indignado- -sho no
sé, pelo si digo una cosa que pala mí e vedá y e que aonde hay besheza hay
piedá po la lazón de que toa besheza debe molil…- - ¡Pero claro!- -Exclamó
Diego sin titubeo alguno- -Haría lo imposible por hacerla inmortal,
pero bueno, por ahora nos toca seguir disfrutando de las bondades momentáneas
que nos dan las invariables leshes de la naturaleza… ché, Leo ¿viste esas tetas?
Redonditas... -León reacciona contra
el intruso- -Miramos el cielo, capo ¡y ni
siquiera se ve!- -Pol eso digo-
respondió el extraño mostrándonos su espalda y emprendiendo su marcha por
Moreno. Al volvernos sobre la ventana ya nuestra divinidad había desaparecido. -¡Chino pelotudo!- dijo socarronamente
Diego con sus pupilas rojas metidas muy adentro de sus ojos, mientras León huía
indignado por la no consumación de su esperanza y posiblemente por la falta de
bebida.
Siendo las 07:37 am, aún oscuro y con una visibilidad no superior a los
10 metros y a unos 2° grados de térmica, sigo sentado en el mismo lugar
pensando en la dichosa piedad que el tipo ese presagió para toda belleza. Me
siento perdido entre la bulla de la ciudad que se despierta ignorante de su
noche, y con la gente caminando entre mis ojeras dirigiéndose a sus propios
mataderos, decido olvidarme de mis amigos y de la brasileña. Y también de la
puta esquina. Alguien se compadece de la escena que represento y me arroja una
moneda. Sé que soy muy feo. Pero algún día tendré que morir o por lo menos
desaparecer y para eso habrá que esperar. Como siempre.
*Nació en 1987.
Estudió Sociología en el Externado de Colombia y, posteriormente, una maestría
en Sociología de la Cultura en alguna universidad argentina. Actualmente
trabaja como editor y redactor para revistas digitales y programas de radio
independientes de arte, cultura y sociedad en Buenos Aires y Montevideo.