No. 442 Ars Mutandi

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FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez,  Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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ARS MUTANDI



Gonzalo Márquez Cristo
Febrero 1º. de 1963 – Mayo 24 de 2016

Chali, hoy sería tu cumpleaños No. 54 y para celebrar tu obra y tus sueños, nada más propicio que brindar a nuestros lectores algunos de tus misteriosos y profundos poemas y el magistral prólogo a esa Antología Mayor El libro de la Tierra, uno de tus más amados proyectos.

CRUZ DEL SUR

Noche, única luz en la que creo, puesta en peligro será arduo saber de dónde proviene el corazón.

Por ti asumiré la verdadera amenaza (volver a las raíces), e inventaré el amor: mi llama horizontal; para poder esperar sin miedo al navegante rostro del espejo, al próximo dios asesino, al oscuro sol siempre escondido en el deseo, al adentro que se va...


LITURGIA DEL FUEGO

Canta durante los ocasos
Renuncia a tu resurrección
Escucha al tiempo cerrando sus puertas
Vive tu precaria eternidad...
Porque mi voz, mi rostro,
Y mis manos, migran...
¡Tiempo de presencias abatidas!


EN NOMBRE DEL GRITO

Crees tanto en la sed: en la vida... En lo invisible. Duermes de cara al oriente. Te purificas en el peligro. En los libros delatas al tiempo como a un pájaro disecado.

En el bosque una encina te sigue. La luz te nombra. Cuando eliges el rumbo del dolor alguien te da un sorbo de agua.

Deseas: esperas siempre equivocarte. Asumes la tiranía del ojo llamada viaje y a veces con un rostro logras curar tu frío,

Sabes de un paraíso que nunca será memoria.

Asistes a la mascarada de la sobrevivencia aunque un ecuador lejano y voraz atraiga tu vuelo. Así logras persistir.

Tus palabras caen como puñados de tierra sobre un cuerpo desnudo.

Aquí comienza el instante. ¿Quién clama? ¿Quién responde entre la sangre? ¿Quién descubre su sombra incandescente?


¡Que el grito siempre pueda detener la herida..!

¡Que el lenguaje alcance para no morir!



 NADIE TIENE NOMBRE EN EL ORIGEN

Supe que la luz es la muerte
Que el miedo me inventa
Que todo misterio agoniza.
Que siempre miente lo real.
Esta noche la lluvia escribe en mis manos
Y sólo prevalece lo frágil.
Me enfrento al linaje del agua
Desafío mi sed
Soy un emisario del abismo.
En la oscuridad el viento me llama:
¿Pero quién tiene nombre en el origen?
Supe que la palabra de los simuladores
Nunca será desierto
Y que la primavera es una traición.
El fin es la única ilusión que me resta.
¿Hace cuánto me convertí en pregunta?

ARS MUTANDI

Amanece:
Las palabras se vuelven transparentes
Al salir veo cómo se abre el silencio.
Hay un idioma que sólo hablan
Quienes acaban de nacer.
Ya comienza el destierro del día.
El rocío me visita
Y la montaña renuncia a sus límites.
Mis manos son raíces nómadas.
¿Soy yo? ¿O es el cuerpo lo real?
El aroma despliega su crimen...
La rosa terminará por abolir sus espinas
Pero será mayor su peligro.
El camino ha sido mutilado...
¿Desde cuándo leo el libro del fuego?
Ahora que el tiempo me persigue
Conozco el lugar donde la muerte reverdece
Y es allí donde comienza mi voz.

RESTITUCIONES

Pretendo que todo lo perdido se convierta en poema.

Las heridas como los huracanes tienen nombre. Y aunque ignoro por qué a mi alrededor nacen los abismos, desde el origen fui mancillado por la felicidad, por su cima inclemente.

Las invasoras restas del recuerdo. La pugna de la raíz. La antigüedad del silencio...

No pongo flores en el cementerio del sueño, pero continúo a pesar de todas las arenas movedizas del espíritu.

La culpa que no te deja partir es el amor.

Y ahora la niebla, la lluvia, la ausencia...

El desequilibrio llamado belleza, la terrible orfandad de lo sagrado, la rosa ígnea que me guía en la desesperación...

Sé que el camino terminará por encontrarme.

Como todo lo que se hace visible para morir.

CANCIÓN DE LA CENIZA

El poeta veía nacer el instante. 

La escritura era la cicatriz dejada por algo que nunca pude comprender.

Al amanecer las nubes entraban a mi casa. El aroma tradujo a las flores y una mujer que nada sabía de la tierra sostenía mi voz cuando viajaba en el potro del miedo.

Ninguna palabra ha permanecido ilesa.

Todas las salidas fueron clausuradas.

Quise desnudar al objeto. Perturbar el origen. Contraer el lenguaje a una edad anterior a la vida para pronunciar el primer sí. Y eso aumentó mi soledad.

Es el amor, no el odio o la venganza, el que terminará por extinguirnos.

Espero a los herejes.

La espina quizá, pero la rosa no puede ser interpretada.

En la red del poema atrapo mi muerte.

¿Quién habitará mi sombra?

CITA DE LA TIERRA

Lo tenía todo hasta que llegó la palabra.

Durante la vigilia conocí el grito azul. Probé todas las máscaras incluidas las del tú. Esperé que mi pobreza me hiciera libre y delaté a aquellos que decidieron heredar los desiertos.

Los señalé con mano de sal y deserté de la luz.

La sublevación del deseo nos dejó a la intemperie.

Imitamos la palidez de la luna y curamos la herida del insomnio con la ventana trémula de un cuerpo desnudo.

Las lágrimas, el miedo, las visiones, y todo lo que será recuerdo, me forzó a la fuga de mi rostro.

La tierra citó a sus testigos y los árboles fueron leídos por el viento. El fuego nuevamente interrogó nuestros sueños.

La sangre del amanecer cayó en mi pecho y padecí el cruel reinado de las horas.

No sé cuánto más debo perder para que me sea develado el poema. No sé cuál es la sed que debo atizar para continuar en la respiración. Eludí las rutas propuestas por el sol. Bauticé todo lo perdido. Habité la Edad del grito. Emprendí el camino hacia mi voz.

Y ahora, cuando cierro los ojos, alguien regresa a la vida.

OSCURO NACIMIENTO

Fuera de ti, amo sólo lo que es de todos...

Destruyo mi alianza con el sol. Mi fin acabará por encontrarme. Convertida en fragmentos me guías al nuevo sabor, saber del agua. ¿Cuántos sueños no hemos usado?

Giras, te perfeccionas: te tornas vegetal. Tus dedos caen como hojas... Una palabra agoniza. Enceguezco.

Ninguna de mis preguntas tiene respuesta, dices con voz de ámbar. Ni soledad, ni nacimiento...

Los ojos se rebelan. Surge entre nosotros un dios efímero que debemos devorar. Atemorizados entregamos los nombres. Aprendemos las primeras sílabas. No es posible descreer del miedo con sus fundaciones, sus túneles sagrados, sus sombrías génesis, sus evasivas ardientes... Aunque a veces nos distancie el amor.

Nadie arde dos veces en el mismo fuego.

Mujer, trae la tierra, abrígate con tu sombra. Renuévate en las tinieblas, escapa en tu respiración... No sustituyas la muerte por la escritura de la verticalidad...

Escucha venir el tiempo.


 (A Pilar, dibujo en el agua)




HONOR A LA RAZA HUMANA
Por Gonzalo Márquez Cristo

«Nuestro amigo el Sol ha muerto, ¿retornará?» pregunta Stéphane Mallarmé en Los dioses antiguos, y este conmovedor y poético interrogante, que alude a nuestro inevitable funeral cósmico descrito en el hinduismo (Día de Brahma) y en el calendario Maya donde nuestra estrella cumple ciclos categóricos, se ha convertido también en una pesadilla de la astrofísica desde cuando científicos como Ludwig Boltzmann y otros alucinados investigadores de la termodinámica decretaron el fin del Universo.
Del origen estelar acaecido hace 14.500 millones de años hasta nuestra consumación cósmica que ocurrirá con la colosal agonía de nuestro amigo el Sol dentro de 5.000 millones de años si antes no improvisamos nuestro apocalipsis, obedeceremos los designios de la física que según los últimos descubrimientos se vislumbran cada día más aciagos.
La presencia protagónica del ser humano en la Tierra: en una pequeña «mota de polvo» –para usar la metáfora de Christiaan Huygens–, evidencia que este prepotente engendro, que antes se creía elegido por los dioses, aunque sabe todavía muy poco de su origen, ya deletrea el alfabeto de su aniquilación. Y al iniciar este tercer milenio, humillado por la ciencia, intentando fundamentarse en la nueva mitología legada por la Cuántica y la Relatividad, vemos cómo se encuentra condenado a un ínfimo rincón de la Vía Láctea (Camino de Leche), que debe su nombre al instante en que la bella diosa Hera alejó intempestivamente de su seno a su hijastro Heracles, quien siendo aún un infante ávido, intentó furtivamente amamantarse con el propósito de conquistar la inmortalidad; y así, según la perturbadora imaginería griega, de aquella lluvia de leche divina, se formarían las más de 200.000 millones de estrellas que conforman nuestra casa mayor.
Del caos al cosmos, del desorden del Big Bang a la armonía galáctica cuyo primer soñador fue Pitágoras; de nuestro origen estelar a la compleja vida en esta esfera imperfecta en la cual viajamos con celeridad por el universo –tal vez hacia ningún lugar– y que gira sobre sí misma a una velocidad más rápida que la del sonido (1.600 km/hora); de las cosmogonías forjadas por los pueblos primigenios hasta las inferidas por la ciencia, que no son menos fantásticas si contemplamos las teorías que involucran nuevas dimensiones, viajes en el tiempo y mundos paralelos –fuentes incesantes de perplejidad–; y si a lo anterior adicionamos las extravagantes explicaciones propuestas por las religiones con el fin de sustentar sus dogmas, pareciera incuestionable que el universo tiene más de fantasmagoría que de realidad, como lo vio Platón en el Mito de la Caverna y algunos cultores de la ciencia ficción.
Debido a esta multiplicidad de visiones y hallazgos que afloran de las arduas disciplinas del conocimiento, y sin la odiosa pretensión de ser exhaustivos, pero sí con la entereza de configurar un mapa diminuto –aunque esencial de nuestro vínculo con la Madre Magna que conjunte deslumbrantes creadores, desenfrenados vigías cósmicos y acuciosos investigadores–, nos propusimos acopiar un archipiélago de voces que comenzaron a construir hace milenios en distintas regiones del planeta, en innumerables lenguas y proveniente de diversas culturas, esta Antología Mayor: legado de la imaginación que honra a la Tierra y que ilumina nuestro acontecer cósmico.
Al rastrear en lo más sublime del arte y la ciencia aquella fenomenología irradiada por nuestro planeta, al seleccionar pruebas decisivas, no sólo de la «imaginación de la materia» (derivada de los elementos) sino de la «imaginación cósmica», el objetivo es plasmar un pequeño lunar (recuérdese el origen estelar de esta palabra), que no desvirtúe la extensa arqueología del asombro, que se ha venido configurando siglo a siglo, mientras afinamos nuestra conciencia planetaria.
Es oportuno mencionar que debido a su magnitud evidente, esta es una de las pocas antologías que tiene licencia para ser incompleta, porque el señalamiento de todo autor aquí excluido (por motivos inherentes a la incompletud humana o derivados de insalvables restricciones patrimoniales), deberá ser considerado por el lector como un hecho feliz, pues eso constata que tenemos otro paradigmático ser a quien elevar una acción de gracias, en concordancia con el epitafio de Isaac Newton, enterrado en la Abadía de Westminster en Londres, que reza en su parte culminante: Dad las gracias mortales porque este ser tan grandementeha existido: ¡Honor a la raza humana!
Por tanto los textos aquí compilados, elegidos no sólo por su importancia testimonial sino por su magnitud poética, apenas pretenden rendir tributo a un planeta magnífico y a los sabios que los originaron, fieles a su arduo trabajo carente de motivaciones personales. Grandes cultores de diversas disciplinas: astrónomos, filósofos, físicos, poetas, biólogos, geógrafos, ecologistas, historiadores, psicólogos, antropólogos y químicos, que han dejado su huella determinante en nuestra cultura, expresan aquí en sus propias palabras –sin falaces interpretaciones académicas–, las más audaces tentativas por comprender los enigmas de la naturaleza y develar la convulsa existencia en nuestra única casa galáctica.
Es también pertinente referir que en el Libro de la Tierra, integrado por un centenar de escritos de geniales figuras, reconocidas por reflexionar en contra de los dogmas filosóficos, religiosos, políticos o estéticos; es ejemplar la obsesión de algunos de ellos para enfrentar las estructuras de poder que tantas veces controlan, retardan o aniquilan la necesaria sabiduría; y emprender una de las pocas luchas donde ha salido victoriosa la libertad: en el escenario del pensamiento.
Sabemos que estos aventureros de la develación que se propusieron franquear los límites, sin declinar, a pesar de la prisión y el escarnio (Wilde), de persecuciones inclementes (Galileo), de la locura (Nietzsche), del exilio (Da Vinci), de la expoliación (Cacique Seattle), del tormento que los llevaría a la consumación del suicidio (Van Gogh y Ramos Sucre) y de la hoguera como en el caso de Giordano Bruno; parecieran comprobar que la historia del conocimiento es también la historia de la persecución.
La sistemática quema de libros emprendida por el emperador chino Shih Huang Ti en el siglo III a.C.; las bibliotecas incendiadas como la de Alejandría en el 48 a.C. por los romanos y posteriormente a causa del dogmatismo cristiano (obispo Teófilo en el siglo IV) que contenía medio millón de libros en su época florida y donde reposaba lo más luminoso de la cultura de la antigüedad; la doble destrucción de la Biblioteca de Constantinopla (en 726 y 1453) que llegó a tener 100 mil obras; el incendio de la biblioteca de Trípoli a manos de los cruzados en 1099; la ignominiosa acción liderada por el obispo franciscano Diego de Landa quien en 1562 ordenó la quema de numerosos códices mayas; y las afrentas más recientes al pensamiento del hombre como las ejecutadas por los Nazis en 1933 y por los serbios cuando aniquilaron la biblioteca de Sarajevo en 1992, demuestran que habita una sedición en todo conocimiento, y que para subyugar a los pueblos los tiranos conocen desde hace milenios la importancia de arrasar lo más sublime de su imaginación cultural. El escritor norteamericano Ray Bradbury en Fahrenheit 451 da su incandescente testimonio novelístico al respecto, tramando una metáfora donde los cada vez más escasos –y peligrosos– defensores de los libros, deben escapar a un bosque y memorizarlos para impedir que las ficciones, las reflexiones y la luz de los descubrimientos científicos, sean exterminadas de la faz de la Tierra.
Honrando entonces el cúmulo verbalizado de la aventura humana, desde cuando los mitos intentaban explicar los fenómenos naturales, se avanzará en estas páginas por los senderos que fueron extendiendo nuestro universo para poder considerar (recordar la etimología latina de esta palabra: «estar con las estrellas») los parajes maravillosos engendrados en la Tierra alterna del sueño, los artilugios de la fantasía destinada en principio a sobrepasar la realidad, las indagaciones filosóficas y las manifestaciones sublimes provenientes de la fatal y dulce diosa creadora, de nuestra gran fuente natural: Gea, Ceres, Deméter, Cibeles, Ninhursag, Astarté, Coatlicue, Ishtar, Ixmucané, Inanna, Amalur, Atabey, Dana, Pacha Mama...
Seguiremos las crónicas de los desterrados, de las hecatombes, de las invasiones y de la expoliación y la usura que ha determinado nuestro acontecer; y también veremos pruebas de los exilados de sí mismos –de los trasterrados interiores–; y en el capítulo final contemplaremos los vestigios de la colosal pirotecnia geológica, de famosos viajes al inframundo y a otros mundos, y de las más radicales ensoñaciones apocalípticas, aunque no obstante, como siempre, haya un lugar irracional para la esperanza.
La antología ha sido dividida arbitrariamente en ocho capítulos: El libro del origen (compilación de algunas cosmogonías), El libro de las preguntas (contiene el pensamiento de algunos filósofos sobre la eclosión del ser y las pugnas existenciales), El libro de los vigías (testimonio de conquistadores y exploradores al llegar a tierras ignotas), El libro de los prodigios (muestra al artista como hacedor de reinos maravillosos), El libro de las respuestas (señala determinantes descubrimientos científicos), El libro de la naturaleza (brindis poético por la Tierra), El libro del destierro (testimonio del exilio interior o colectivo) y El libro de las visiones (viajes extraordinarios y profecías sobre el destino de nuestra especie).
Luego de la intromisión atómica y sus conocidas catástrofes, la responsabilidad
del hombre en la supervivencia de la naturaleza impone una lectura de estas revelaciones compiladas desde su perspectiva telúrica y enfatizando la entrañable relación existente entre los seres que la pueblan, en el sentido que señaló Ernst Haeckel al crear el término ecología, proveniente de Oikos (casa), porque como dijo Nietzsche: «El hombre es algo que debe ser superado».
Y debido a que no podemos fracasar en esta magna tentativa, y que la consecuencia de ultrajar nuestro origen será devastadora, si el sueño de Zarathustra no encuentra su destino, sólo nos queda emprender el regreso propuesto por Rousseau y Gauguin, a eso que peyorativamente denominan salvajismo: el retorno a aquella edad básica en que teníamos como amigos a los árboles y las estrellas, y aún era posible acostarnos en la hierba para escuchar el corazón de la Tierra. Pues no podemos olvidar la experiencia trágica de los mayas, que advierte categóricamente sobre el fracaso inexorable que acecha a las grandes ciudades, y el nuevo despotismo impuesto en nombre del conocimiento –cuyos abusos hemos padecido desde la Revolución Industrial hasta la herida de Hiroshima–, y tampoco las subyugantes tecnologías que están creando un desierto interior sin precedentes, donde el habitante común, despojado de la naturaleza, padece una tiranía impuesta por estructuras formales superfluas, alejado de lo esencial, mientras es gobernado por fantasmas, como Kafka y Orwell lo denunciaron.
¿Hace cuánto no admiramos la Luna? ¿Quién puede señalar alguna de las cien mil millones de constelaciones que componen el Universo? ¿Quién sabe llamar hoy por su nombre a cinco flores o pájaros? ¿Quién diferencia una estrella de primera magnitud? Nadie de este mundo ilusorio que nos ha sido impuesto; pero si olvidamos a la Tierra ella terminará por olvidarnos y perderemos con eso nuestra posibilidad cósmica.
Como un talismán nos queda, sin embargo, la resistencia interior que vislumbra el poeta René Char, quien aseguraba distinguir el ruido de las estrellas, en esta incomparable estrofa de Aromas cazadores, donde hace un recuento de nuestro detestable destino, pero que pese a todo conserva su lumbre prodigiosa: «Durante milenios hubo el vuelo silencioso del tiempo, mientras el hombre se adaptaba. Vino la lluvia desde el infinito; luego el hombre caminó y actuó. Nacieron así los desiertos; el fuego se alzó por segunda vez. Entonces el hombre, con el apoyo de una alquimia sin cesar renovada, dilapidó sus riquezas y masacró a los suyos. Siguieron el agua, la tierra, el mar, el aire. Entre tanto, un átomo resistía. Esto sucedió hace unos minutos».

Bogotá, Eclipse Total de Luna, 15 de abril de 2014